Con la llegada del virus chino muchos venezolanos retornaron a su país. La pandemia generó revuelo y las empresas cerraron puertas, creando a su vez desempleo para los nacionales, acentuado en los extranjeros, quienes sin garantías laborales quedaron a la intemperie. El retorno no fue del nada agradable, una especie de venganza se hizo sentir contra ellos por parte de personas que ilegítimamente nombraron desde el oficialismo en pro de ese cometido. Las zonas de frontera venezolana con países como Colombia y Brasil fueron epicentro de la noticia, opacada en algunos momentos por la arbitrariedad y el abuso de algunos miembros de las fuerzas armadas, en atención a órdenes de superiores. Los encerraron en lugares no aptos y hasta alimentos podridos recibieron.
Ese retorno lo hacían los venezolanos convencidos que las cosas cambiarían en el país. Pero la aspiración se esfumó, porque el régimen potencia la indolencia y aplaude la barbarie. El hambre y la miseria florecen como en tierra fértil crece el cultivo. Solo que éste último sirve para la alimentación de los ciudadanos, la primera es generadora de enfermedades, padecimientos crueles, separación de hogares y muerte. El escape inicia nuevamente, pero con costos dramáticos en los núcleos familiares. Los bolívares no tienen valor, están devaluados, todo es en divisa extranjera, y ahora el caminar es largo. Lo inician desde su propio lugar de origen, hasta llegar al destino seleccionado. Van con poco peso a sus espaldas, caminan por carreteras u autopistas. Llevan de la mano a sus hijos. El hambre les obliga a pedir en el camino y a dormir desprotegidos.
Cuadro dantesco y doloroso que se registra en zonas en guerra o de territorios ocupados por factores de la discordia. Desplazados se mueven hacia refugios de paz, creados por organismos internacionales para proteger a los débiles jurídicos, ante la ausencia del gobierno. Venezuela no está en guerra, y es grotesco el escenario que promueven los gobernantes de turno, quienes hacen caso omiso de lo que acontece y voltean la mirada hacia el desierto. Los que salen nuevamente van en busca de la sobrevivencia, pretenden ganarse el salario que les permita vivir con dignidad. Se niegan a morir por capricho de la ignorancia y la arrogancia del régimen. La fábrica de pobreza se deja ver en cada caminante, quienes, con mirada perdida, intentan consolar a sus hijos, y estos a su vez se miran y sienten el maltrato, sin entender lo que pasa.
Es la diáspora II que se registra en los días de la pandemia. Se pierde el miedo, porque les han quitado el derecho a la vida. Muchos niños crecerán en hogares distintos a los de origen, porque el camino es largo y ellos no van a aguantar el recorrido. Es la triste realidad que ahora se vive.
POR -ARTURO MOLINA
@JARTUROMS1
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