Erase, una vez una persona que, formada bajo el manto del lloriqueo, todo lo lograba. La costumbre la heredó desde su niñez, y al ir creciendo le gustó la guachafita, y se quedó con el placer de llorar para ser atendido. Ah, pero de no recibir esa indispensable atención, armaba el pleito. Las carreras aparecían, y con ello el sobresalto, para frenar rápido el llanto de la furia herida. Asumió la política para alcanzar escaños en la vida pública, y desde allí, hacer del atropello, su proyecto de vida.
La rabieta le daba fuerza para pisotear la dignidad de las
personas. Rebuscaba entre las piedras para obtener algo que le permitiera
vengar la desatención recibida. A humildes personas, las malponía, y teniendo
alguna decisión política en sus manos, la defenestraba, hasta desaparecerlo. Se
rodeó de quienes hicieran lo que demandaba sin titubeo. Apretaba el paso para
liquidar, al contrario, sin importarle el daño que hacía. El ego irradiaba en cada
mirada, con la vanidad que ello traía. Acostumbrado a alzar el teléfono, y
emitir la orden del lloriqueo, al recibir repuesta contraria se ofendía, y
gritaba cuanta vulgaridad le salía.
El espacio local en el que residía lo convirtió en tormento
para los demás ciudadanos. Decidía sobre ayudas gubernamentales, y a quiénes
llegarían. Tiempos difíciles de sobrevivir, y no eran de pandemia. Era un ser
humano con ínfula de superioridad. Su desvarío le instaba al atropello
permanente. Consultaba a sus brujos, quienes entendiendo lo que tenían al
frente, le utilizaban. Las recomendaciones eran para lanzarlo al abismo de la
ridiculez, y reírse a pulmón limpio de sus andanzas. Conspiradores de oficio, y
perezosos en el trabajo, lo abordaban para la siembra de la cizaña. Así el
personaje creyó reinar en amplio paraje, y quienes le hacían pleitesía, a su
espalda, se burlaban de sus fechorías.
Con el tiempo las cosas fueron cambiando. Apareció la
respuesta callada ante el atropello. Las personas comenzaron a reaccionar y
dejaron sus quejas. Entre la miseria impuesta por el gobernante nacional del
momento, y la pretensión humillante del personaje del cuento, prefirieron alzar
su voz y solicitar el cambio de modelo. Cada cosa tiene su tiempo. Equivocarse
es de humanos, y de sabios, rectificar. El amo del valle se ocupó de lo menos,
y dejó pasar su momento.
Arturo Molina
@jarturomolina1
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